lunes, 17 de noviembre de 2014

Pdro Snchz, xro dnd vs?

A Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, ya le conocemos su afición de merendarse palabras en sus tuits. Claro que eso no se debe a que escriba rápido o a que los pensamientos veloces de un líder dinámico se traduzcan en un acortamiento de palabras que se sobrentiendan por el contexto. No. Pedro Sánchez elimina palabras porque en esos 140 caracteres de la red social Twitter siempre tiene que caber el enlace URL a una foto en la que salga él. Pedro Sánchez arengando a las masas en un mitin. Pedro Sánchez sonriendo a la lejanía. Pedro Sánchez dándole cera al Gobierno desde su escaño. Pedro Sánchez con los párpados caídos, entrecortado por un fondo vespertino de un paisaje otoñal. La egopolítica, inaugurada en nuestra joven democracia por Adolfo Suárez, ha vuelto a despegar, con dos figuras opuestas en su estética pero similares en la utilización propagandística de Internet: Pablo Iglesias y Pedro Sánchez. Uno vestido de Alcampo y siempre de cuadros violáceos. El otro, con camisa blancas de setenta euros. Pero los dos con la misma idea de centrar el mensaje en la persona, concepto muy americano que, cosas de la globalización, aterriza ahora por estos lares para sorprendernos y maravillarnos.



La última ocurrencia del equipo de Pedro Sánchez ha sido darle un giro de ciento ochenta grados a su web personal. El encabezamiento reza «Pdro Snchz» y, de nuevo cosas del egopolítico, lo primero que uno ve es una fotografía del líder del PSOE muy a lo portada de disco de pop juvenil. Quizá ahí se comprenda el guiño a ese lenguaje de los móviles comiéndose la práctica de las vocales de su nombre. En esa web uno puede ver que los apartados giran en torno al engrandecimiento de la persona: «sobre mí», «en primera persona», «me implico»... Incluso hay una opción para que Pedro Sánchez Pérez-Castejón (Pdro Snchz Prz-Cstjn hubiera parecido demasiado nórdico o cirílico) te mande un mensaje cada vez que vaya a tu ciudad. Kilómetros de socialismo, lo llaman. Durante las primarias socialistas, Pedro Sánchez sacó la bandera, siempre que podía, de que había recorrido España pueblo a pueblo. Hubo un tiempo en el que Mariano Rajoy hacía lo mismo: cuando el programa aquel de «Tengo una pregunta para usted», el hoy presidente del Gobierno siempre respondía igual: ¿Usted es de no sé dónde? Bonito pueblo. Y luego equivocaba provincias y hasta comunidades. Es lo que tiene ser tan viajero, que uno no acaba de saber muy bien dónde está.

Es lo que le ha sucedido a Pdro Snchz, que no sabe si está en Madrid, en Andalucía o en todas partes. Por eso trabaja ahora por aparecer donde no se le espera ni se le ha llamado, invitándose él a acudir a todos y cuantos programas con audiencia existan. ¿Lo veremos en MasterChef? ¿O quizá girando la ruleta frente a Jorge Fernández, disputándole presencia y protagonismo en la cámara?

Lo triste es que todo el esfuerzo que los profesores de Lengua Castellana hacemos por que nuestros alumnos respeten el español y escriban correctamente se va al traste, pues ahora resulta que lo guay es acortar palabras. El creador del invento ha sido el mismo gurú que ideó el ZP, pero eso era una marca comercial y no un modo de presentarse como adalid de la juventud en un momento en el que las encuestas dicen que el voto de ese joven urbano con estudios que es tan apetitoso se marcha hacia Podemos. Sin embargo, mal vamos cuando aparentar estar en la onda significa atentar contra el idioma. Una de las medidas con las que el partido de Pablo Iglesias sorprendió hace unos días fue con el hecho de que, si pillan cacho de la tarta del poder, obligarán a los jugadores de fútbol de 1ª y 2ª división a tener al menos la Secundaria. A los políticos no se les pide ningún estudio. Solo lo básico: que sepan gestionar nuestros impuestos y no se hinchen los bolsillos con parte de ellos. Viendo cómo se las gastan algunos, quizá habría que pedirles, también, dos dedos de frente.

lunes, 25 de agosto de 2014

Nocturna

La noche siempre ha sido el mejor escenario para ubicar la escena narrativa de un crimen. Las sombras cobijan al asesino y confunden a la víctima. Sin embargo, los descubrimientos siempre llegan a la luz del día. El turno de noche siempre ha sido, pues, el más peligroso, sobre todo cuando llega a su fin.

Los crímenes (sobre todo aquellos que no corresponden a asesinos en serie) tienen un tinte pasional o de proximidad que hace que sean resueltos en las primeras 48 horas. A partir de ahí, como reconocía no hace mucho un criminólogo en una entrevista en un periódico, si el criminal no se entrega es casi imposible resolver el caso. La estadística, creo que referida a la Comunitat Valenciana, era de cerca del 90 % de casos sin resolver. E imagino que cuando estamos ante un asesino en serie, que mata por placer y al azar, los quebraderos de cabeza pueden ser inmensos.

Por eso, a la hora de escribir, es muy atractivo el asesino en serie. En él, la imaginación no tiene límites. En El asesino del pentagrama (editorial Cuadernos del Laberinto), puse uno de esos. Ni siquiera seguía un patrón de edad o sexo. Solo un patrón numérico. En lo que estoy escribiendo ahora no hay asesino en serie, sino pasional, pero lo que hace difícil dar con él es la época. En los años 80 del pasado siglo no era tan visible los crímenes por violencia machista.

Como uno va enlazando historias y novelas, aunque solo sea en la cabeza, me viene ahora otra trama. Una trama que empiece de noche, claro. Alguien que termina el turno de noche y se topa con quien no debería. Lo que a cualquiera le puede pasar. Y eso es lo verdaderamente atroz.

viernes, 22 de agosto de 2014

Consejos

Me lo pasaron por Instagram. Alguien de Barcelona que se había encontrado un billete de 50 euros con un poema. Texto y autor. El poema iba sobre esos consejos que se dan en los bares a partir del cuarto cubata, cuando todos se vuelven amigos íntimos y cualquier chorrada que se te pase por la cabeza es crucial. El autor es un servidor, que recibió la noticia del poema-billete con sorpresa y gratitud.

El poema, Consejos, viaja desde 2007 por la web gracias a una interesante plataforma, Las afinidades selectivas, que buscaba conectar y referenciar poetas de todos los lugares. Ahora, también viaja en forma de billete.

A continuación os dejo la imagen del poema viajero y, después, su transcripción.



Consejos

A partir del cuarto cubata
la gente empieza a sincerarse.

Se vuelven filosóficos,
melancólicos o alegres.

Nos volvemos, claro.

Repartimos consejos a todo Cristo
y soltamos «no hay de qué»
con la tranquilidad
de un jubilado dominguero.

Una vez alguien me dijo:
«Chaval, no te enamores nunca
de la camarera».

Ya.
A la larga sale caro.

martes, 19 de agosto de 2014

La mirada del perro


Lo que viene a continuación son las primeras páginas de mi novela La mirada del perro, que autopubliqué en Amazon y Smashwords. La tenéis a un precio muy bajo, tan solo 0,99 $ (al cambio, unos 89 céntimos de euro).

En La mirada del perro el protagonista quiere dejar de fumar, sobre todo cuando su mujer, el día antes de morir, expresa ese deseo. A partir de entonces, el narrador lucha contra su adicción, pero es en vano. Hasta que después de venderlo todo y salir huyendo, después incluso de perder toda la esperanza, topa en mitad de la carretera con Marcelo Cuesta, un muchacho que ha basado toda su vida en aprovecharse de los demás. Estamos ante un thriller vertiginoso, una road-novel en la que se dan cita la música de Joaquín Sabina, la poesía de Karmelo Iribarren y el póquer. Una novela en la que nadie ni nada es lo que parece.




Lo primero que debes aprender es a mantenerte calmado durante toda la partida. Me explico: si tienes un póquer de cincos y haces el mínimo gesto de que lo tienes, estás perdido.
¿Queda claro?
Bien. Dicho esto, empecemos.


Cuando conocí a Marcelo Cuesta hacía tiempo que lo había perdido todo. Lo poco que quedaba de mi familia terminaba de esparcirse por el mundo como cenizas al viento, casi en el mismo instante en el que yo metía el frasco con las cenizas de mi mujer en la guantera del coche. Más tarde intentaría suicidarme en ese mismo coche, un Citroën AX verde oliva del noventa y cuatro, aunque eso vendrá algo después.
Por ahora, en este punto de la historia, yo tengo cuarenta y dos años y acabo de salir de la tienda de una de las tantas gasolineras BP de nuestras carreteras. Son exactamente las cuatro de la mañana y veintitrés minutos de un miércoles 17 de septiembre. El año no importa. Sobre el asiento del acompañante hay una pila de libros de autoayuda para dejar de fumar. Libros sin autor y de editorial desconocida, con las tapas azules y rosas y títulos tan variados como Dejar de fumar en 30 días, Deje de fumar por el método budista o Técnicas ludópatas para dejar de fumar (este último consistente en gastar el dinero para tabaco en máquinas tragaperras). En el radiocasete del coche suena una de esas cintas de gasolinera a 5,95 con éxitos de Joaquín Sabina de su primera etapa. Hace un par de horas partí en dos una cinta de autoayuda para dejar de fumar.
Hola, fumador. Soy el Dr. Sánchez Martínez.
Y a ti te da exactamente igual, porque no sabes quién es y tú quieres que el tipo que te ayude a dejar el tabaco sea Julio Iglesias o Maradona.
Voy a ayudarte a que no fumes nunca más en la vida. Durante los siguientes cincuenta minutos no fumes. Si lo consigues, jamás volverás a fumar.
Todas esas cintas son parecidas, copias de otras cintas que a su vez son copias de otras. La cadena es eterna, ya saben. En esa, con un fondo realmente paranoico de música ambiental, el tal Dr. Sánchez Martínez iba exponiendo uno tras otro los motivos para no fumar. Cada diez motivos más o menos me fumaba un cigarrillo, tirando el humo hacia el techo del coche. Caladas eternas, disfrutando del paisaje a 65 kilómetros por hora, con los demás coches haciéndome señales con las luces o tocando el claxon.
¿Han escuchado alguna vez eso de que fumar irrita? Quien fume sabe que no es cierto. Con el pitillo agotándole segundos a mi vida soy el tío más tranquilo del planeta. A pesar de lo que he hecho.


Pero ya llegaremos a eso.
Vuelvo al principio. Al principio de todo. Al día de mi cuarenta cumpleaños: un sábado de resaca en el que mi mujer dejaba una nota sobre la almohada y luego salía de casa mientras yo continuaba durmiendo. Lo que mi mujer escribió en la nota no tiene importancia ahora. Creo que era «Enseguida vuelvo, cariño» o «Feliz cumpleaños» o algo por el estilo. Incluso puede ser que no fuera una nota en sí, sino uno de esos tarjetones descomunales que se adquieren en las papelerías. Eso ya no tiene importancia alguna.
Seguramente habrán oído historias de maridos abandonados cuyas esposas les dejaron notas y ellos las guardan en la cartera, arrugadas y amarillas, junto a un billete que les recuerda a Ella y dos entradas en blanco en las que ya ni siquiera puede leerse la última película que fueron a ver juntos.
Yo no les aburriré con ese tipo de cosas.
Sin embargo, tampoco vayan a pensar que mi mujer me había abandonado. No vayan a pensar que éramos el típico matrimonio malavenido que dormía en pareja únicamente por problemas de espacio libre en el piso de 90 m2 que llevaban compartiendo media vida; no vayan a pensar que hablábamos intercambiando monosílabos y nos centrábamos la mayor parte del día en joderle el día al otro.
No.
De ser así, dudo mucho que Blanca me hubiera soportado durante tanto tiempo. Dieciséis años casados son muchos días de mirarse a la cara minuto a minuto. Ella no me abandonó. Mi mujer, simplemente, bajó a la calle para comprarme una tarta o un maletín nuevo o lo que fuera y se murió.
Muchas amigas suyas me dijeron que debería tratar de olvidar ese día de mi cumpleaños. Es algo mucho más fácil de decir que de hacer, por supuesto, pero apuntaré únicamente que estuve despierto en la cama durante más de cuatro horas. Mirando al techo. Luego vino lo que ustedes pueden imaginarse. Hospitales. Ambulancias. Enfermeros dando el pésame. Médicos dando el pésame. Funerarias. Lágrimas y abrazos. Se lo imaginan perfectamente, así que me centraré en la noche anterior, en la fiesta que hubo en mi casa.
Blanca y yo llevábamos preparándola una semana y media, lo que quiere decir que Blanca llevaba preparándolo todo una semana y media. A mí solo me quedaban un par de amigos que ese día no podían asistir y mi único hermano estaba muy lejos y demasiado ocupado como para venir a emborracharse a la otra punta del país. Por lo tanto, las amigas de Blanca y sus maridos eran los únicos invitados a una fiesta de cumpleaños, la de mis cuarenta, donde yo intuía que se iba a hablar más de por qué no teníamos todavía hijos o de por qué la pared del dormitorio ya no era verde pastel, en lugar de hablar de la tan comentada crisis de los cuarenta —y que luego no es para tanto— o del también recurrente tema de cuándo demonios iba a comprarme un coche nuevo.
El caso es que ahí me encontraba yo, en mi propia casa, en mi propia fiesta de cumpleaños, en el centro de la mesa, pero ajeno a todo, olvidado, como un pequeño planeta sin atmósfera ni recuerdo que soporta estoicamente el ir y venir de satélites y polvo espacial porque la carambola del azar ha decidido situarlo en ese punto del universo. Después de todo, ¿quién era yo? El marido de Blanca, ¿verdad? Para todas, de Blanca, mi amiga. Para algunos, el capullo que la pescó primero y le hizo casarse con la amiga fea del grupo.
Ellas se conocían desde pequeñas, de la escuela, de esos juegos infantiles de combas y pollitos ingleses a las cinco de la tarde, de suspirar por el mismo niño —el más malo y más rebelde del colegio de curas— en la invulnerable soledad de sus habitaciones cerradas, durante esos años tan inocentes y pasados en los que para darle un beso a algún chico era necesario ser escogida por la ventura azarosa de una botella de vidrio (o por la también azarosa ruleta de una genética sin demasiado acné). Se conocían de esos años de ir semana tras semana con el mismo uniforme de jersey azul marino y falda gris que, si se te manchaba de tomate el lunes, ibas con esa mancha hasta el viernes.
Por el contrario, nosotros, los cinco tipos que engullían en silencio mis galletitas saladas y mis canapés de queso fresco con kiwi y yo, únicamente nos conocíamos de las fiestas de cumpleaños de ellas, de alguna cena de Nochevieja en tediosos hoteles del centro o de excursiones en las que incluso sus hijos me preguntaban: «¿Por qué no tienes hijos?».
Sí. Ahí estábamos nosotros, los seis maridos de las seis amigas de la infancia, fingiendo un algo que no estaba muy claro, asintiendo a las gilipolleces de las esposas ajenas con una mueca mezcla de complacencia y de horror. Con la capacidad y la confianza que nos daba el haberlo hecho durante todas las reuniones anteriores.
Sin el más remoto atisbo de culpa o arrepentimiento.
De ese modo, como comprenderán, antes de que pudiera darme cuenta llevaba varias copas de vino, otros tantos platos de almendras y aceitunas y un par —aunque quizá fueran más— de whiskies on the rocks.
Como es de suponer, a la hora de los regalos yo ya estaba tan ausente que ni siquiera los recuerdo. Tampoco importa mucho. Aunque sea tu cumpleaños, si la pareja que tiene que regalarte cualquier cosa no te conoce porque solo se conocen tu mujer y su amiga, si por otra parte el otro marido no ha hecho más que decir en una semana: «Qué le vamos a comprar a ese si no lo conocemos de nada»; si pasa todo eso, lo más seguro es que aunque sea tu cumpleaños y estés muy ilusionado por sumarle días a tu vida, aunque se celebre con alegría la fecha en la que tú viniste al mundo…, aunque pase todo eso, lo más seguro es que acabes recibiendo algo para tu mujer.
Lo cierto es que no me acuerdo de ningún regalo (¿fundas para el sofá?, ¿una batidora de ultimísima generación?, ¿una máscara africana?): tengo un vacío mental de buena parte de esa noche. Con el reloj del salón justo enfrente, vi pasar de las once a la una en unos segundos y luego pestañeé y ya eran las dos de la madrugada. Lo único que recuerdo de esa noche, y es lo que de verdad les importa ahora mismo a ustedes, es a mi mujer alzando una copa de cava mientras decía con voz clara y firme:
—Brindo para que en este año de tu cuarenta cumpleaños tengas la fuerza suficiente para dejar de fumar.


El mínimo guiño o gesto o mueca hacia otro jugador durante la partida provocaría que los demás jugadores se levantaran de la mesa a pegarte una paliza.
En el mejor de los casos, simplemente podría provocar tu expulsión de la partida.
La sutileza es fundamental.
Es otra de las cosas que te enseñan al principio: por supuesto que en el póquer hay guiños, gestos y muecas.
Pero hay que saber hacerlos.


Cuando conocí a Marcelo Cuesta habían pasado algunos meses desde que lo vendí todo y, enfundado en mi AX, me largué a conocer mundo por la autovía dirección a ninguna parte.

domingo, 6 de abril de 2014

Aunque nos vendan la moto

Después de leer los ácidos comentarios que algunos dirigían hacia la nueva apariencia de Facebook, por fin la vi. Hace unos días. Hasta ahora tenía que asistir a la contemplación airada de esos vilipendios, como un torero cobarde tras la barrera de sus miedos, quizá porque también hacía tiempo que no me metía en la versión de escritorio de la conocida red social (últimamente uno gasta el móvil para todo, incluso para llamar). De la primera impresión, poco pude sonsacar. Y novedades las justas, a pesar de los ríos de tinta que ha provocado. Ahora luce más bien como un periódico, a tres columnas, y parece que la letra y el previsionado de imágenes es más grande. Cosa que es de agradecer, sobre todo para los que, como yo, vamos sumando años, perdiendo vista y pintando canas.

En el centro de eso que llaman timeline de Facebook, en un hueco más estrecho que el que había antes, uno puede colgar sus fotos de comida, sus amaneceres primaverales, sus comentarios de películas o de partidos de fútbol o compartir las últimas noticias o un vídeo de (su) interés. También puede seguir colgando imágenes chulas con frases motivadoras de Paulo Coelho o Deepak Chopra.

Esa es nuestra casa, a la vista de la casa de todos, cual patio de vecinos, como aquellas puertas sin cerradura de la infancia de nuestros padres, donde todo se sabía, se veía o se imaginaba, donde tan solo las vergüenzas quedaban para debajo de la mesa camilla. Y ahora ya ni eso, porque con la llegada de las redes sociales (¿hace cuánto, seis o siete años?) parece que hayamos perdido el derecho a la intimidad. Pero, ojo, que hemos sido nosotros mismos los que nos hemos despojado de ese honor. Es más, con esa dicotomía propia de la generación Z (herederos de mi generación Y, hijos de la generación X que llegó después del baby boom), los adolescentes de hoy son reacios a transmitir sus sentimientos o pensamientos a cualquiera que tenga cinco años más (ya no digamos quince), aunque luego descargan sus pasiones, sus dudas, sus anhelos, sus temores en las redes sociales. Y, así, Twitter se llena de minidosis de nostalgia concentrada o rabia contenida y ocultada tras un avatar anónimo; Instagram de imágenes cuadriculadas de espacios hogareños y fragmentos de libros; YouTube de horas y horas de guitarras soñolientas y voces juveniles que cantan en inglés un dolor que piensan en español pero que es universal; y, en todas partes, aunque en un principio en auge y ahora presumiblemente menos, líneas de texto en formato blog donde muchachos y muchachas narran los capítulos de un amor de verano o una historia que no se atreven a contar, salvo, por supuesto, con la excepción de a todo el mundo.

Desde luego, los profesores de Lengua no podemos quejarnos: los adolescentes leen muchísimo, puede que más de lo que nosotros leíamos a su edad. Y escriben. Es posible que no nos guste ni lo que leen ni sobre lo que escriben, pero ese es otro tema y, desde luego, no les incumbe a ellos sino a los que mandamos los libros de lectura o a quienes hacen los libros de texto. Y, claro, tampoco es el tema de este artículo.

Porque este artículo va sobre redes sociales que se adaptan a los nuevos tiempos. En la columna de la derecha de Facebook van los anuncios. Ahora ese espacio es mucho mayor. Durante semanas he tenido que leer las quejas sobre eso. Pero, bueno, es que Facebook se mantiene gracias a las empresas y particulares que pagan por anunciarse. Lo demás es gratis. Gratis, ¿saben? Para siempre. Sí, a pesar de aquel SMS que les mandaron y que rebotaron a todos sus contactos. También hay tuits promocionales en Twitter y la gente les contesta, gritándoles que es spam, que los van a bloquear (ya saben, ese tipo de quejas que raya el ridículo y resbala a los que llevan esas cuentas). Y he visto gente criticar que, durante un vídeo de YouTube, te cuelen un anuncio de seis segundos. Es publicidad. No me preocupa demasiado: esos que se quejan son los mismos que se tragan diez minutos de anuncios cada cuarenta minutos de película o programa en televisión para saber si la mujer conseguirá finalmente encontrar a la hija que secuestró el hermano malvado de su exmarido fallecido o para ver el veredicto del jurado del concurso de cocina, baile o canciones de turno. Y, claro, durante la publicidad, toca tuitear críticas sobre esa misma publicidad.

Y es que no todo puede ser gratis. Que estemos pagando una conexión a Internet (aunque sea la segunda más cara de Europa) no nos da derecho al gratis total que promulgan algunos a los cuatro vientos siempre y cuando en ese «gratis» entre solo el trabajo de los demás y no el propio. Hay que pagar por la creación ajena. Ttal vez, como dice Amanda Palmer en una conferencia TED que pueden encontrar fácilmente en la red, no obligando a pagar, sino permitiendo que se pague. Y asumir estoicamente que esos anuncios que nos tragamos, aunque la mayoría nos quiera vender la moto, posibilitan los medios para que nosotros podamos seguir colgando fotos de almuerzos, canciones que nos levantan el ánimo y microcuentos en 140 caracteres.