miércoles, 17 de octubre de 2012

De cabeza con los estadounidismos

El pasado 15 de octubre nos despertábamos con una curiosa noticia que hizo saltar algunas alarmas.

Como siempre sucede cuando se trata de la lengua, todos se lanzan a opinar sin escuchar a los que realmente saben: los lingüistas, los profesores de Lengua, los filólogos.

El problema, como muchas veces he señalado en artículos o en comentarios soltados aquí o allá, es que todos somos usuarios de una lengua y, por lo tanto, nos creemos conocedores de sus entresijos por el simple hecho de que llevemos hablándola toda la vida. Otro tanto sucede con las diversas faltas de ortografía que nos rodean y con las que convivimos a diario: mayúsculas sin tildar, carteles en los que impunemente se escribe garage*... La gente lo ve y piensa que es la forma correcta. Y, claro, es muy difícil corregir un error o explicar cualquier tema lingüístico cuando la otra persona se cierra en banda y dice: «Lo he visto escrito así miles de veces, siempre lo he dicho de esa manera».

Muchas explicaciones me ha tocado dar en ese sentido en clase, muchas discusiones me he ganado con conocidos y amigos, intentando rebatir la idea de que no todo lo que se escribe (aunque sea en los medios de comunicación) está bien escrito y que, al igual que los médicos saben de medicina, los químicos de química o los biólogos de biología, los filólogos sabemos de lengua.

Por eso, más que la noticia en sí (la inclusión en el próximo diccionario impreso de la RAE, en 2014, de una decena de palabras acuñadas en Estados Unidos), lo peor ha sido el alboroto que se ha creado en torno a esa noticia.

Enlazado con mi anterior entrada en este blog, volvemos a sentir, aunque lo neguemos, miedo al otro. Y eso a pesar de que el otro habla nuestro mismo idioma. No olvidemos, como dice la noticia, que en EE.UU. viven unos cincuenta y cinco millones de hablantes de español, más que los que vivimos en España. Aunque nuestra lengua común partiera de nuestro país, es lengua materna en muchísimos países. No son hablantes de segunda categoría. De ese modo, si una palabra surge en cualquiera de esos países, la Academia correspondiente la propone para su inclusión en el diccionario. Eso, obviamente, no nos afecta a los que vivimos en España, que seguiremos hablando como hablamos y escribiendo como escribimos. ¿Qué me cambia a mí que la RAE acepte rentar con el significado de alquilar (claro calco del inglés) si yo puedo seguir diciendo alquilar? ¿Que ahora la RAE reconoce que, en ciertas zonas del español, van se refiere a una caravana? Pues estupendo. No es más que el reconocimiento de la riqueza lingüística del español. No supone un atentado histórico contra nuestras raíces. No estamos borrando las huellas de la lengua de Cervantes.

Las lenguas son entes vivos que evolucionan, que entran en contacto con otras lenguas, enriqueciendo el vocabulario. Eso siempre ha sido así. Al igual que sucedió con la palabra matrimonio (de lo cual ya hablé en una entrada publicada en junio de este año), donde la RAE aportó un nuevo significado, aquí sucede lo mismo, pero con la diferencia de que los nuevos significados o los nuevos vocablos proceden de otro país. ¿Entendemos que, aunque la lengua se llame español, se habla en otros países? Esos países pueden hacer propuestas. De hecho, en el DRAE que se puede consultar por Internet o en las ediciones impresas, ya aparecen numerosas palabras con significados referidos a ciertos lugares: en cursiva aparece el país y, después, el significado que allí tieneí. Es válido decirlo, pero nosotros, en el español peninsular, nunca lo diremos. Lo mismo sucede con la decena de palabras que aparecerán en la vigésimo tercera edición del DRAE.

Algunas nos resultarán más raras que otras (por ejemplo, pienso que email ya está plenamente extendido como sinónimo de correo electrónico), pero supongo que las palabras que más han levantado espinas han sido billón y trillón.

Como saben los que se dedican a la traducción español-inglés o viceversa, nuestro billón es diferente al bilion inglés. Si nosotros lo usamos con el sentido de 'millón de millones, una unidad seguida de doce ceros', tomado del francés, para el mundo anglosajón significa 'mil millones'. ¿Qué pasará ahora? Muy sencillo: la RAE pondrá el significado primitivo como primera acepción y añadirá una segunda acepción indicando, en cursiva, que esa palabra se emplea con ese otro significado en EE.UU. Y nada más.

Lo mismo para trillón: si para nosotros significa 'un billón de millones, una unidad seguida de 18 ceros', ahora se añadirá una segunda acepción que contenga 'mil billones en ciertas zonas del español'.

Ellos lo han calcado del inglés americano, lo mismo que nosotros lo calcamos del francés en su día. Como he dicho antes, las lenguas son entes vivos que están en plena evolución y constante cambio. Y esos cambios son posibles, entre otros aspectos, por contacto entre lenguas vecinas.

Entonces, ¿a partir de 2014, millardo y billón son sinónimos? Solo sobre el papel, porque no olvidemos que en EE.UU. 1.000.000.000 es un billón y, para nosotros, en España, esa misma cifra es un millardo. Aunque, seamos sinceros, ¿alguien dice millardo? Esa voz, por cierto, también viene del francés.

domingo, 7 de octubre de 2012

Tots a una veu

Hace un par de semanas, yendo a tomar café a mi sitio de costumbre, me crucé con un par de argelinos hablando en castellano. Fumaban y hablaban distendidamente. Apoyados en la pared de una casa, en la única sombra libre de la plaza. Me saludaron, les saludé (Novelda es una ciudad pequeña y las caras se vuelven reconocibles al segundo vistazo) y seguí mi camino. Solo después pensé en el hecho de que estaban hablando en castellano. Podrían haberlo hecho en árabe, en francés o en bereber, pero eligieron la lengua del país que les acoge. Quizá para practicar, quién sabe. Lo más seguro es que si voy a Londres y me encuentro con un español, le hable en español.

El episodio de los argelinos es una excepción, por supuesto. Cuando conversamos, lo más usual es emplear la lengua más próxima, aquella que nos hace sentirnos más cómodos. Si esos argelinos hubieran estado charlando en francés, en bereber o en árabe, ¿pensaríamos que lo hacen para fastidiarnos? ¿Hubiéramos sospechado que traman algo, que rechazan el país, la cultura y las tradiciones donde se encuentran? ¿Que no se están integrando? Difícilmente. Lo mismo ocurre con los catalanes. Dos catalanes hablando en catalán en pleno centro de Madrid, ¿están haciendo un alegato independentista o únicamente repasan su amistad? He estado muchas veces en Cataluña. Nadie te obliga a hablar catalán en las tiendas. En serio. Y he estado una sola vez en el País Vasco, y nadie me obligó a hablar en euskera. Es más, ojalá pudiera defenderme igual de bien en euskera que en catalán o valenciano lo mismo que quiero creer que chapurreo el gallego.

Es más, ojalá pudiéramos entendernos todos, todos los ciudadanos del mundo. Dominar o al menos conocer cualquier lengua que se habla en el estado español debería ser obligatorio (u optativo, si en la región no se habla esa lengua). Conocer una lengua nos prepara a abrirnos al mundo y no hace falta mencionar que vivimos en un mundo globalizado y sin fronteras. Si hace tiempo dejamos caer las barreras geográficas de esta Europa que nos vertebra, ¿por qué no acabamos con la barrera psicológica de las fronteras lingüísticas? Tenga más o menos hablantes, una lengua conlleva una riqueza cultural, literaria, artística que es imborrable y que todos deberíamos cuidar como patrimonio de nuestra Historia.


Las lenguas que se hablan en España (que no lenguas españolas, ni dialectos del castellano ni nada que se le parezca) conforman nuestra riqueza, nuestra diversidad. El que aprendamos a convivir con los hablantes de esas otras lenguas (vengan de Pontevedra, Salamanca, Alicante, Cerdanyola del Vallès, Málaga, Genil, Mallorca o Durango) sería la mejor tarjeta de visita para pasearnos por Europa y el resto del mundo. Aprender a respetar la lengua del vecino es dar el primer paso para el entendimiento mutuo. Y esa es la base para echar abajo el miedo al Otro.

Los dos argelinos que les refería al inicio lo tenían claro al hablar en castellano. Nosotros, el próximo martes, al cantar eso de «tots a una veu, germans vingau» durante la Diada de la Comunitat Valenciana, quizá podríamos sembrar la semilla para empezar a disfrutar del conocimiento de una lengua, a pesar de que no sea la nuestra; es más, por el simple hecho de que no sea la nuestra. Porque todos los idiomas, incluso el hobyot que hablan menos de cien personas entre Omán y Yemen, merecen el respeto que sus hablantes (personas como usted y como yo a fin de cuentas) también merecen.