lunes, 25 de agosto de 2014

Nocturna

La noche siempre ha sido el mejor escenario para ubicar la escena narrativa de un crimen. Las sombras cobijan al asesino y confunden a la víctima. Sin embargo, los descubrimientos siempre llegan a la luz del día. El turno de noche siempre ha sido, pues, el más peligroso, sobre todo cuando llega a su fin.

Los crímenes (sobre todo aquellos que no corresponden a asesinos en serie) tienen un tinte pasional o de proximidad que hace que sean resueltos en las primeras 48 horas. A partir de ahí, como reconocía no hace mucho un criminólogo en una entrevista en un periódico, si el criminal no se entrega es casi imposible resolver el caso. La estadística, creo que referida a la Comunitat Valenciana, era de cerca del 90 % de casos sin resolver. E imagino que cuando estamos ante un asesino en serie, que mata por placer y al azar, los quebraderos de cabeza pueden ser inmensos.

Por eso, a la hora de escribir, es muy atractivo el asesino en serie. En él, la imaginación no tiene límites. En El asesino del pentagrama (editorial Cuadernos del Laberinto), puse uno de esos. Ni siquiera seguía un patrón de edad o sexo. Solo un patrón numérico. En lo que estoy escribiendo ahora no hay asesino en serie, sino pasional, pero lo que hace difícil dar con él es la época. En los años 80 del pasado siglo no era tan visible los crímenes por violencia machista.

Como uno va enlazando historias y novelas, aunque solo sea en la cabeza, me viene ahora otra trama. Una trama que empiece de noche, claro. Alguien que termina el turno de noche y se topa con quien no debería. Lo que a cualquiera le puede pasar. Y eso es lo verdaderamente atroz.

viernes, 22 de agosto de 2014

Consejos

Me lo pasaron por Instagram. Alguien de Barcelona que se había encontrado un billete de 50 euros con un poema. Texto y autor. El poema iba sobre esos consejos que se dan en los bares a partir del cuarto cubata, cuando todos se vuelven amigos íntimos y cualquier chorrada que se te pase por la cabeza es crucial. El autor es un servidor, que recibió la noticia del poema-billete con sorpresa y gratitud.

El poema, Consejos, viaja desde 2007 por la web gracias a una interesante plataforma, Las afinidades selectivas, que buscaba conectar y referenciar poetas de todos los lugares. Ahora, también viaja en forma de billete.

A continuación os dejo la imagen del poema viajero y, después, su transcripción.



Consejos

A partir del cuarto cubata
la gente empieza a sincerarse.

Se vuelven filosóficos,
melancólicos o alegres.

Nos volvemos, claro.

Repartimos consejos a todo Cristo
y soltamos «no hay de qué»
con la tranquilidad
de un jubilado dominguero.

Una vez alguien me dijo:
«Chaval, no te enamores nunca
de la camarera».

Ya.
A la larga sale caro.

martes, 19 de agosto de 2014

La mirada del perro


Lo que viene a continuación son las primeras páginas de mi novela La mirada del perro, que autopubliqué en Amazon y Smashwords. La tenéis a un precio muy bajo, tan solo 0,99 $ (al cambio, unos 89 céntimos de euro).

En La mirada del perro el protagonista quiere dejar de fumar, sobre todo cuando su mujer, el día antes de morir, expresa ese deseo. A partir de entonces, el narrador lucha contra su adicción, pero es en vano. Hasta que después de venderlo todo y salir huyendo, después incluso de perder toda la esperanza, topa en mitad de la carretera con Marcelo Cuesta, un muchacho que ha basado toda su vida en aprovecharse de los demás. Estamos ante un thriller vertiginoso, una road-novel en la que se dan cita la música de Joaquín Sabina, la poesía de Karmelo Iribarren y el póquer. Una novela en la que nadie ni nada es lo que parece.




Lo primero que debes aprender es a mantenerte calmado durante toda la partida. Me explico: si tienes un póquer de cincos y haces el mínimo gesto de que lo tienes, estás perdido.
¿Queda claro?
Bien. Dicho esto, empecemos.


Cuando conocí a Marcelo Cuesta hacía tiempo que lo había perdido todo. Lo poco que quedaba de mi familia terminaba de esparcirse por el mundo como cenizas al viento, casi en el mismo instante en el que yo metía el frasco con las cenizas de mi mujer en la guantera del coche. Más tarde intentaría suicidarme en ese mismo coche, un Citroën AX verde oliva del noventa y cuatro, aunque eso vendrá algo después.
Por ahora, en este punto de la historia, yo tengo cuarenta y dos años y acabo de salir de la tienda de una de las tantas gasolineras BP de nuestras carreteras. Son exactamente las cuatro de la mañana y veintitrés minutos de un miércoles 17 de septiembre. El año no importa. Sobre el asiento del acompañante hay una pila de libros de autoayuda para dejar de fumar. Libros sin autor y de editorial desconocida, con las tapas azules y rosas y títulos tan variados como Dejar de fumar en 30 días, Deje de fumar por el método budista o Técnicas ludópatas para dejar de fumar (este último consistente en gastar el dinero para tabaco en máquinas tragaperras). En el radiocasete del coche suena una de esas cintas de gasolinera a 5,95 con éxitos de Joaquín Sabina de su primera etapa. Hace un par de horas partí en dos una cinta de autoayuda para dejar de fumar.
Hola, fumador. Soy el Dr. Sánchez Martínez.
Y a ti te da exactamente igual, porque no sabes quién es y tú quieres que el tipo que te ayude a dejar el tabaco sea Julio Iglesias o Maradona.
Voy a ayudarte a que no fumes nunca más en la vida. Durante los siguientes cincuenta minutos no fumes. Si lo consigues, jamás volverás a fumar.
Todas esas cintas son parecidas, copias de otras cintas que a su vez son copias de otras. La cadena es eterna, ya saben. En esa, con un fondo realmente paranoico de música ambiental, el tal Dr. Sánchez Martínez iba exponiendo uno tras otro los motivos para no fumar. Cada diez motivos más o menos me fumaba un cigarrillo, tirando el humo hacia el techo del coche. Caladas eternas, disfrutando del paisaje a 65 kilómetros por hora, con los demás coches haciéndome señales con las luces o tocando el claxon.
¿Han escuchado alguna vez eso de que fumar irrita? Quien fume sabe que no es cierto. Con el pitillo agotándole segundos a mi vida soy el tío más tranquilo del planeta. A pesar de lo que he hecho.


Pero ya llegaremos a eso.
Vuelvo al principio. Al principio de todo. Al día de mi cuarenta cumpleaños: un sábado de resaca en el que mi mujer dejaba una nota sobre la almohada y luego salía de casa mientras yo continuaba durmiendo. Lo que mi mujer escribió en la nota no tiene importancia ahora. Creo que era «Enseguida vuelvo, cariño» o «Feliz cumpleaños» o algo por el estilo. Incluso puede ser que no fuera una nota en sí, sino uno de esos tarjetones descomunales que se adquieren en las papelerías. Eso ya no tiene importancia alguna.
Seguramente habrán oído historias de maridos abandonados cuyas esposas les dejaron notas y ellos las guardan en la cartera, arrugadas y amarillas, junto a un billete que les recuerda a Ella y dos entradas en blanco en las que ya ni siquiera puede leerse la última película que fueron a ver juntos.
Yo no les aburriré con ese tipo de cosas.
Sin embargo, tampoco vayan a pensar que mi mujer me había abandonado. No vayan a pensar que éramos el típico matrimonio malavenido que dormía en pareja únicamente por problemas de espacio libre en el piso de 90 m2 que llevaban compartiendo media vida; no vayan a pensar que hablábamos intercambiando monosílabos y nos centrábamos la mayor parte del día en joderle el día al otro.
No.
De ser así, dudo mucho que Blanca me hubiera soportado durante tanto tiempo. Dieciséis años casados son muchos días de mirarse a la cara minuto a minuto. Ella no me abandonó. Mi mujer, simplemente, bajó a la calle para comprarme una tarta o un maletín nuevo o lo que fuera y se murió.
Muchas amigas suyas me dijeron que debería tratar de olvidar ese día de mi cumpleaños. Es algo mucho más fácil de decir que de hacer, por supuesto, pero apuntaré únicamente que estuve despierto en la cama durante más de cuatro horas. Mirando al techo. Luego vino lo que ustedes pueden imaginarse. Hospitales. Ambulancias. Enfermeros dando el pésame. Médicos dando el pésame. Funerarias. Lágrimas y abrazos. Se lo imaginan perfectamente, así que me centraré en la noche anterior, en la fiesta que hubo en mi casa.
Blanca y yo llevábamos preparándola una semana y media, lo que quiere decir que Blanca llevaba preparándolo todo una semana y media. A mí solo me quedaban un par de amigos que ese día no podían asistir y mi único hermano estaba muy lejos y demasiado ocupado como para venir a emborracharse a la otra punta del país. Por lo tanto, las amigas de Blanca y sus maridos eran los únicos invitados a una fiesta de cumpleaños, la de mis cuarenta, donde yo intuía que se iba a hablar más de por qué no teníamos todavía hijos o de por qué la pared del dormitorio ya no era verde pastel, en lugar de hablar de la tan comentada crisis de los cuarenta —y que luego no es para tanto— o del también recurrente tema de cuándo demonios iba a comprarme un coche nuevo.
El caso es que ahí me encontraba yo, en mi propia casa, en mi propia fiesta de cumpleaños, en el centro de la mesa, pero ajeno a todo, olvidado, como un pequeño planeta sin atmósfera ni recuerdo que soporta estoicamente el ir y venir de satélites y polvo espacial porque la carambola del azar ha decidido situarlo en ese punto del universo. Después de todo, ¿quién era yo? El marido de Blanca, ¿verdad? Para todas, de Blanca, mi amiga. Para algunos, el capullo que la pescó primero y le hizo casarse con la amiga fea del grupo.
Ellas se conocían desde pequeñas, de la escuela, de esos juegos infantiles de combas y pollitos ingleses a las cinco de la tarde, de suspirar por el mismo niño —el más malo y más rebelde del colegio de curas— en la invulnerable soledad de sus habitaciones cerradas, durante esos años tan inocentes y pasados en los que para darle un beso a algún chico era necesario ser escogida por la ventura azarosa de una botella de vidrio (o por la también azarosa ruleta de una genética sin demasiado acné). Se conocían de esos años de ir semana tras semana con el mismo uniforme de jersey azul marino y falda gris que, si se te manchaba de tomate el lunes, ibas con esa mancha hasta el viernes.
Por el contrario, nosotros, los cinco tipos que engullían en silencio mis galletitas saladas y mis canapés de queso fresco con kiwi y yo, únicamente nos conocíamos de las fiestas de cumpleaños de ellas, de alguna cena de Nochevieja en tediosos hoteles del centro o de excursiones en las que incluso sus hijos me preguntaban: «¿Por qué no tienes hijos?».
Sí. Ahí estábamos nosotros, los seis maridos de las seis amigas de la infancia, fingiendo un algo que no estaba muy claro, asintiendo a las gilipolleces de las esposas ajenas con una mueca mezcla de complacencia y de horror. Con la capacidad y la confianza que nos daba el haberlo hecho durante todas las reuniones anteriores.
Sin el más remoto atisbo de culpa o arrepentimiento.
De ese modo, como comprenderán, antes de que pudiera darme cuenta llevaba varias copas de vino, otros tantos platos de almendras y aceitunas y un par —aunque quizá fueran más— de whiskies on the rocks.
Como es de suponer, a la hora de los regalos yo ya estaba tan ausente que ni siquiera los recuerdo. Tampoco importa mucho. Aunque sea tu cumpleaños, si la pareja que tiene que regalarte cualquier cosa no te conoce porque solo se conocen tu mujer y su amiga, si por otra parte el otro marido no ha hecho más que decir en una semana: «Qué le vamos a comprar a ese si no lo conocemos de nada»; si pasa todo eso, lo más seguro es que aunque sea tu cumpleaños y estés muy ilusionado por sumarle días a tu vida, aunque se celebre con alegría la fecha en la que tú viniste al mundo…, aunque pase todo eso, lo más seguro es que acabes recibiendo algo para tu mujer.
Lo cierto es que no me acuerdo de ningún regalo (¿fundas para el sofá?, ¿una batidora de ultimísima generación?, ¿una máscara africana?): tengo un vacío mental de buena parte de esa noche. Con el reloj del salón justo enfrente, vi pasar de las once a la una en unos segundos y luego pestañeé y ya eran las dos de la madrugada. Lo único que recuerdo de esa noche, y es lo que de verdad les importa ahora mismo a ustedes, es a mi mujer alzando una copa de cava mientras decía con voz clara y firme:
—Brindo para que en este año de tu cuarenta cumpleaños tengas la fuerza suficiente para dejar de fumar.


El mínimo guiño o gesto o mueca hacia otro jugador durante la partida provocaría que los demás jugadores se levantaran de la mesa a pegarte una paliza.
En el mejor de los casos, simplemente podría provocar tu expulsión de la partida.
La sutileza es fundamental.
Es otra de las cosas que te enseñan al principio: por supuesto que en el póquer hay guiños, gestos y muecas.
Pero hay que saber hacerlos.


Cuando conocí a Marcelo Cuesta habían pasado algunos meses desde que lo vendí todo y, enfundado en mi AX, me largué a conocer mundo por la autovía dirección a ninguna parte.