lunes, 25 de agosto de 2014

Nocturna

La noche siempre ha sido el mejor escenario para ubicar la escena narrativa de un crimen. Las sombras cobijan al asesino y confunden a la víctima. Sin embargo, los descubrimientos siempre llegan a la luz del día. El turno de noche siempre ha sido, pues, el más peligroso, sobre todo cuando llega a su fin.

Los crímenes (sobre todo aquellos que no corresponden a asesinos en serie) tienen un tinte pasional o de proximidad que hace que sean resueltos en las primeras 48 horas. A partir de ahí, como reconocía no hace mucho un criminólogo en una entrevista en un periódico, si el criminal no se entrega es casi imposible resolver el caso. La estadística, creo que referida a la Comunitat Valenciana, era de cerca del 90 % de casos sin resolver. E imagino que cuando estamos ante un asesino en serie, que mata por placer y al azar, los quebraderos de cabeza pueden ser inmensos.

Por eso, a la hora de escribir, es muy atractivo el asesino en serie. En él, la imaginación no tiene límites. En El asesino del pentagrama (editorial Cuadernos del Laberinto), puse uno de esos. Ni siquiera seguía un patrón de edad o sexo. Solo un patrón numérico. En lo que estoy escribiendo ahora no hay asesino en serie, sino pasional, pero lo que hace difícil dar con él es la época. En los años 80 del pasado siglo no era tan visible los crímenes por violencia machista.

Como uno va enlazando historias y novelas, aunque solo sea en la cabeza, me viene ahora otra trama. Una trama que empiece de noche, claro. Alguien que termina el turno de noche y se topa con quien no debería. Lo que a cualquiera le puede pasar. Y eso es lo verdaderamente atroz.

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